Pasadas dos horas de mi fuga, mi madre llamo al Móvil, pero rechace la llamada, así que inquieta y sin saber que hacer, decidí adentrarme en una pequeña callecilla en la que me pareció ver luz al fondo. Era una calle de apenas dos metros de ancho, como un pequeñísimo pasadizo hacia la paz y la tranquilidad. Sus paredes eran de piedra, eran frías y húmedas, y casi tan estrechas que ni se podía ver el cielo nublado. Ande por aquella estrecha bastante rato, hasta que el sueño me venció con la rara sensación de no haber visto en los 14 años que llevaba viviendo en aquella villa, una calle parecida a aquella. Me senté en el suelo, saqué de mi mochila una pequeña toca de lana que me regalo mi abuela por mi 3er cumpleaños, y la estire encima de mis piernas. Preocupada por mi única pertinencia de valor, metí debajo de la toca también mis patines. En aquellos momentos lo más importante era conservarlos al menos hasta el día siguiente.
Me desperté bajo un rayo radiante de sol, me sentí una recién nacida cuando note el calor del primer hilo de luz de la mañana en mi cara. La callecita cobró vida, muchas abuelitas paseaban por aquella calle llena de tiendas de frutas, verduras y supermercados con delantales y cestos de mimbre con telas de cuadros. Fue entonces cuando me sentí de otra época, como si fuese una infiltrada de otro siglo en un tiempo diferente. Nada cuadraba con el mundo real, parecía como de cuento, de esos que narran la vida pasada. Después de un instante de inmovilidad observando al gentío pasar, me levante del suelo, recogí mi toca y me puse mis patines. La multitud me observaba casi tan curiosa como yo los observaba a ellos. Me colgué la mochila, abroche mis cordones y comencé a patinar por aquel misterioso pasillo.